La
semana siguiente a la reunión en Búffalo, el trabajo en la oficina
es de locos. Al señor «soy un ogro», parece ser que se lo ha
tragado la tierra, dejándome sola ante el peligro. Soy tan mal
pensada que creo que lo hace aposta para ver si soy capaz de sacar el
trabajo adelante. Y vaya si soy capaz, lo que pasa que sé que él
aprovechará cualquier nimiedad para montarme uno de sus números y
volver a decirme que soy una incompetente y bla, bla, bla. Pues le
va a salir el tiro por la culata, porque no pienso darle la
oportunidad de hacerme creer que no sé hacer bien mi trabajo y mucho
menos que no sirvo para nada. Tengo a Rebeca de mi lado, y juntas le
haremos ver a ese «pendejo», que puede tomarse unas vacaciones
indefinidas, porque no le necesitamos por aquí.
Me
he planteado hacer las cosas tan bien, que apenas tengo tiempo para
respirar. Me paso los días hasta el cuello de trabajo, con la cabeza
metida de lleno en revisar facturas, inventarios, pedidos, etc, etc.
Por eso, todavía no me he parado ha pensar detenidamente lo que he
hecho el sábado en la reunión del «Lust». Ya sabéis a que me
refiero, a mi desvirgue lésbico y tal. Ni siquiera cuando llego a
casa lo hago. Llego tan hecha polvo que cada noche me quedo noqueada
en cuanto apoyo la cabeza en la almohada. Sinceramente, lo prefiero
así. He disfrutado muchísimo del juego con Hércules y Bella y, sé
que he llegado a hacer con ellos cosas que ni me atrevo a nombrar.
Pero ¿sabéis que? Que me quiten lo bailao. Gracias a ellos, me
siento tremendamente sexual y poderosa, algo que no me había
sucedido en la vida. Y que quede claro que volvería a hacerlo sin
dudar.
El
miércoles, Rebeca y yo, comemos juntas en nuestro despacho, más que
nada para aprovechar a cotejar números y hacer un balance de pedidos
y devoluciones. Si saliéramos a comer fuera, perderíamos demasiado
tiempo y no estoy por la labor. Mientras comemos, mi compañera que
es incapaz de estar más de cinco minutos seguidos en silencio, me
pregunta por el fin de semana.
— Oye
Olivia, no me has contado nada de tu fin de semana en Búffalo…
— Es
que no hay mucho que contar… —La verdad es que si que hay mucho
que contar, pero aquí mi amiga la explosiva y liberal, se quedaría
a cuadros escoceses si le contara con todo lujo de detalles lo que he
hecho en Búffalo.
— Anda
ya, no te hagas de rogar y cuéntame… ¿Has ido a ver a un chico?
¿Es eso?
— No,
nada de eso. El otro día te dije que iba a ver a unos amigos, ¿lo
recuerdas?
— Ah
si, es verdad. ¿Y qué tal? ¿Has hecho cosas interesantes? —«Si
yo te contara… —pienso».
— No,
nada interesante. Ha sido un fin de semana tranquilo… —Miento
como una bellaca—. ¿Y tu? —Pregunto para que la conversación
deje de girar en torno a mi.
— El
viernes fui con algunos compañeros a «Indiana», es una cervecería
que está aquí al lado, ya sabes, a la vuelta de la esquina
—asiento, sé de que cervecería me habla. Pero nunca he puesto un
pie en ella—. Fue muy divertido, lo pasamos realmente genial. El
resto del fin de semana, estuve en casa de mis padres. Había reunión
familiar, un rollazo… ¿Tus padre viven aquí en Manhattan?
— No
tengo padres…
— ¿No
tienes padres? —Me pregunta extrañada.
— No.
Murieron cuando yo era muy pequeña…
— Vaya,
no tenía ni idea. Lo siento mucho Olivia.
— No
pasa nada, fue hace mucho tiempo. Ni siquiera me acuerdo de ellos.
— ¿Y
el resto de tu familia?
— No
tengo familia… —Odio hablar de esta parte de mi vida. No me gusta
que sientan lástima por mi, por eso evito hablar de ello.
— ¿A
nadie? ¿Ni abuelos, ni tíos, ni primos?
— Rebeca…
No me gusta hablar de estas cosas. No tengo padres y no tengo
familia, fin de la historia.
— Olivia,
pero eso es…
— Si,
sé lo que me vas a decir, pero por favor, no lo hagas… Dejémonos
de tanta cháchara y pongámonos a trabajar. Hay muchas cosas por
hacer.
— Vale.
—Esto es lo que me gusta de ella, que a pesar de que habla, habla y
habla continuamente, sabe cerrar el pico a tiempo y no insistir en
sus preguntas.
Recogemos
los bártulos de la comida y nos ponemos manos a la obra. Menuda
tarde nos espera. Soy consciente de las miraditas que me echa Rebeca
de vez en cuando. Siente lástima por mi y eso me incomoda. No quiero
que piense que porque no tengo familia, me siento sola en el mundo.
Para nada. No quiero decir que en algún momento de mi vida, no haya
echado de menos tener unos padres, pero la vida es así de injusta y,
yo no he podido hacer nada por evitarlo. En fin, que yo estoy muy
bien como estoy. Sola, pero feliz. O eso creo.
Esa
tarde, antes de salir y sin que yo me lo espere, Rebeca me da un
abrazo que me deja sin palabras. Es un abrazo sincero, en el que me
ofrece en bandeja su amistad incondicional. No sé si me lo merezco,
mis pensamientos hacia ella el primer día que la vi, no fueron muy
justos que digamos. Pero hoy por hoy, he llegado a apreciarla de
verdad, y acepto ese abrazo y su amistad encantada. Salimos juntas de
la oficina, y una vez en la calle nos despedimos.
De
camino a casa, me doy cuenta de lo mucho que engañan las
apariencias. Rebeca por ejemplo, va vestida de manera explosiva, es
guapa, sexy y por su forma de vestir se podría decir que le encanta
llamar la atención y que los hombres se fijen en ella. Una persona
tan mal pensada como yo, en cuanto la ve, puede pensar que es un poco
braga alegre, ya me entendéis, que va por la vida de devora hombres
cuando en realidad es una tía de lo más normal, una curranta como
pocas y un cielo de persona.
En
cambio yo, voy vestida que parezco una monja virginal. Con mi traje
de corte clásico en tono gris, mi camisa blanca impoluta con todo
sus botones bien abrochados, el pelo tirante en una cola de caballo,
y ni un gramo de maquillaje. Los que me ven a diario, verán en mi
una mujer insegura, poco atractiva y, que no ha visto un pene en su
vida. ¿Veis por dónde voy? Yo que parezco la mosquita muerta, soy
la braga alegre ávida de sexo, y mi compañera todo lo contrario.
¿Engañan o no engañan las apariencias? Pues si, engañan y mucho.
Esa
tarde, al llegar a casa y mirar el buzón, no encuentro el ansiado
sobre, y al día siguiente tampoco. Lo que quiere decir que este fin
de semana, me quedo sin reunión y sin sexo. En fin, algo se me
ocurrirá hacer para matar el tiempo.
El
viernes, el señor Dempsey sigue sin dar señales de vida. Empiezo a
preocuparme un poco, él no acostumbra a desaparecer durante tantos
días, y cuando lo hace, suele llamarme para ver qué tal van las
cosas. Así que me parece muy extraño que siga sin saber nada de él.
No es que me importe dónde está ni y mucho menos que hace con su
vida, pero he echado de menos sus llamadas para tocarme las pelotas.
Hoy,
hay menos trabajo y Rebeca y yo decidimos hacer un parón a media
mañana para tomarnos un café. Mientras lo hacemos, mi compañera y
ahora amiga ( porque ya la considero así ), me propone ir a la
cervecería «Indiana» con ella y varios compañeros más.
— Uf
Rebeca, creo que voy a pasar. Estoy tan cansada que lo único que me
apetece, es irme a casa.
— Venga
ya, no seas muermo y animate. Lo pasaremos bien Olivia —insiste.
— Te
lo agradezco, pero de verdad que no tengo ganas de ir…
— Déjate
de gilipolleces —me corta—. Te vienes y punto. Hemos quedado a
las ocho allí, así que tienes tiempo de sobra para descansar un
poco y quitarte ese uniforme de funcionaria de cárcel que llevas.
— ¿Funcionaria
de qué? —La muy perra se descojona de risa.
— Lo
siento, igual me he pasado un poco, pero es que ese traje no lo pone
ni mi abuela Olivia. Con lo guapa que eres… y lo poco que te luces
hija mía.
— No
me gusta llamar la atención…
— Ya
lo veo, ya. Paso a recogerte a la siete y media ¿te parece bien?
— Si
te digo que no, vas a estar dándome la turra todo el día ¿verdad?
—Asiente—. Entonces a las siete y media me viene bien —la muy
tonta se pone a dar saltitos de alegría en medio de la cocina—. Tu
estás un poco pirada ¿no? —Le digo riéndome, contagiada por su
alegría.
— No
lo sabes tu bien…
A
las siete y media en punto, estoy esperando a Rebeca en la puerta del
portal. Ella, llega diez minutos después, y cuando me ve, se pone a
silbar como si fuera un camionero salido.
— ¡Joder
Olivia, estás impresionante!
— ¿Ya
no te parezco la funcionaria de una cárcel?
— ¿Estás
de coña? Te juro que si me gustasen las mujeres, te follaría aquí
mismo. Conozco a algunos que se van a quedar alucinados cuando te
vean. Venga, sube al coche —. Hago lo que me dice y subo al coche.
Una vez dentro, la muy tarada sigue mirándome sin pestañear—.
¡Joder tía, es que estás irreconocible! Te juro que no entiendo
porque te empeñas en esconder ese cuerpazo con esos horripilantes
uniformes que llevas a diario…
— No
es para tanto… —Contesto modesta. Pero si que lo es. Llevo unos
vaqueros ajustados en color negro, un top drapeado también negro,
una cazadora entallada de piel roja y unos zapatos de tacón del
mismo color que la cazadora. Me he dejado mi indomable pelo rizado
suelto y me he maquillado. ¿Es o no es para tanto? Lo sé, mi
modestia acaba de quedar esparramada por el suelo. Si soy sincera, os
diré que cuando me he mirado en el espejo, me he visto cañón. Me
pasa lo mismo cada vez que voy a una reunión del club, pero con una
gran diferencia. Hoy, no soy “La reina de corazones”. Hoy
simplemente soy yo misma, Olivia.
Llegamos
a la cervecería que a estas horas ya está abarrotada de gente. Es
un local grande, espacioso y muy original. Rebeca divisa a nuestros
compañeros al fondo, jugando al billar. Por lo visto hace rato que
nos esperan. Nos acercamos hasta donde ellos están y cuando me ven,
se quedan de piedra, no sé si es porque no me reconocen o por el
contrario se sorprenden de verme aquí. Probablemente ambas cosas.
En
un principio, me siento un poco fuera de lugar. Es lógico ya que
conozco a estas personas desde hace mucho tiempo y nunca mostré
interés en ellas. Ahora al ver lo bien que me han acogido en el
grupo, me siento avergonzada por haberles ignorado todo este tiempo.
Después
de un par de cervezas y de haberme reído como un hiena con las
historias de Katy ( una compañera de contabilidad ), me fijo en un
tipo que está apoyado en la barra dándonos la espalda y que acaba
de llegar. Habla distendidamente con otro compañero, Paul creo que
se llama, y no se por qué, pero me quedo mirándolo embobada. Quizá
sea por esos vaqueros ceñidos que lleva y que le quedan de vicio, o
por esa espalda ancha, o por… De repente se gira y sus ojos se
clavan en los míos dejándome patidifusa. ¡Joder, no me lo puedo
creer! ¿Qué coño está haciendo él aquí?...