CAPÍTULO XVIII DE "LA MANSIÓN CROW MIRROR"
CON LA MUERTE EN LOS TALONES
Varios
días después de que el detective Peter Mongabay, se hubiera colado
en la mansión Rowmir con la intención de hacerse con los papeles
que el alemán Herr Vex guardaba en aquel cuartucho, éste, recibió
de manos de la señora Roland la invitación que lo llevaría de
nuevo a la mansión. Estaba oficialmente invitado a la fiesta de fin
de año que, se celebraría la noche del 31 de diciembre en los
salones de la casa. Lo que significaba, que desde ese mismo momento,
contaba con exactamente diez días para investigar varios asuntos. El
tiempo se le echaba encima y en su libreta, había demasiados
acertijos y, ninguna solución. Debía ponerse manos a la obra, pero
¿por dónde empezar?
Lo
primero que tenía que hacer, era averiguar quién más a parte de
Herr Vex, estaba tratando de reunir los tres anillos para que esa
cosa ( por llamarlo de alguna manera ), maligna y monstruosa, se
reencarnara en el señor Williams para cobrarse una venganza. «¿Pero
que venganza?—Pensó Mongabay». «¿La de la propia muerte de
Williams? O ¿Tenía que ver con lo ocurrido en 1809?» «¿Debería
dar por hecho que el pobre notario había pasado a mejor vida?». Su
cabeza, era un hervidero de preguntas sin respuesta.
Por
otra parte, el detective, no dejaba de darle vueltas a lo que la
señorita Nispel insinúo días atrás cuando lo sorprendió en la
mansión. «¿Cómo podría encontrar al tal M?—Se preguntaba
Peter— Lo único que sabía de él, era que usaba su mismo
perfume». Apuntó esto último en la libreta que guardaba en el
bolsillo interior de su chaqueta y, se encendió un cigarrillo.
A
través de la ventana entreabierta, le llegaban los acordes de una
canción de Duke Ellington, alguien tocaba al piano “Love You
Madly” y, lo hacía realmente bien. Apuró de un trago el bourbon
que tenía sobre la mesita, y cogió el sombrero del perchero para
bajar al saloncito donde la señora Roland, daba de comer a sus
huéspedes.
Más
tarde y, ya con el estómago lleno, Mongabay se disponía a salir a
la calle cuando se cruzó con el señor Roland en el pasillo. Se
saludaron con una inclinación de cabeza y, sólo cuando estuvo
fuera, se dio cuenta que un olor muy familiar, inundaba sus fosas
nasales. Volvió a entrar en el hotel y, oteando el aire como si
fuera un sabueso, lo confirmó. Su mismo olor, su perfume “Black
Fleece”, pero él, no se había puesto perfume esa mañana… «¿Era
posible que el hombre al que llamaban “M” estuviera viviendo bajo
su mismo techo?». Un escalofrío recorrió la espalda de Peter al
formularse esa pregunta y, saber de antemano la respuesta.
Herr
Vex, se guarecía bajo un paraguas negro de la lluvia que esa tarde
había empezado a caer en St. Mare. Apostado frente al edificio donde
el señor James Cromwell tenía su despacho, esperaba pacientemente
a que éste saliera de él para de una vez por todas, hacerse con el
anillo que aquel hombre guardaba en un cajón de su escritorio.
Había
sido muy fácil hacer que Eric Perkins estuviera ojo avizor sobre
aquel asunto. Todo el mundo en aquella maldita población sabía que
el policía cacareaba como una gallina en cuanto se le ofrecía algo
de dinero. Era un bastardo capaz de vender a su madre por un puñado
de dólares.
Si
las palabras de Perkins, eran ciertas, el señor Cromwell no tardaría
en salir del edificio para dirijirse a la sastrería de la esquina,
donde por lo menos lo mantendrían ocupado un par de horas. Tiempo
más que suficiente para colarse en su despacho y hacerse con la
joya. En cuanto ésta estuviera en su poder, ya sólo faltaría
deshacerse del detective Mongabay para reunir los tres anillos.
«Sería pan comido —pensó el alemán».
Un
movimiento en la acera de enfrente lo sacó de sus cavilaciones. El
policía era legal, allí estaba el señor Cromwell junto a dos de
sus perritos falderos caminando hacia la sastrería. Miro su reloj
plateado de bolsillo, era el momento de pasar a la acción.
Miró
a un lado y a otro, no había un alma en la calle, salvo aquellos
tres que ya traspasaban el umbral de la tienda. No tenía tiempo que
perder, si algo salía mal, ella no se lo perdonaría y, no dudaría
en acabar con su vida, al igual que hacía con todo aquel que osara
cruzarse en su camino. Así que cruzó la calle y, con paso firme y
decidido, camino hacia la entrada del edificio.